En mi época de estudiante, habían
tres lugares a donde iba a prepararme los exámenes: a la biblioteca para
recoger el máximo de información posible y luego poder estudiarla en la playa;
concretamente en La Punta (distrito de la Provincia Constitucional) del Callao.
En la Punta (estaban al finalizar
toda la parte de astilleros del Callao y en la zona residencia), me pasaba
horas de estudio entre toma y toma de sol excepto de agua de mar debido a mi
pánico a las inmensas olas de un auténtico Océano como lo es el Pacífico con sus
traidoras corrientes marinas, que, para los que no somos nadadores con rapidez
nos daba o me daba un gran susto además de un buen revolcón entre sus aguas.
Otro lugar a donde me fascinaba
ir a estudiar, era en los Cementerios, tanto por la serenidad que inspiraban,
por su silencio, por todo el arte que en ellos se recogía así como por los
cantares de diversas aves que de fondo susurraban compitiendo con las voces de
niños que entre risa y risa trabajaban vendiendo flores, arreglando tumbas, alquilando
escaleras o limpiando nichos, entre otros aceres.
Lo cierto es que, en uno de los
lugares en los que más a gusto siempre me he sentido, ha sido en los
cementerios.
Me gustaba visitar mausoleos
acogedores, que llamaban la atención por su belleza arquitectónica y
escultórica. Valorar en ellos el tallado a mano en mármoles diversos de una
sola pieza (muchos de ellos), era una invitación para entrar en un estado de
éxtasis, tras la contemplación de tanta belleza.
Ya con ese espíritu interior,
comenzaba mi espacio de horas y horas de estudio para luego culminarla con un
paseo turístico por los apellidos de personas cuyos nichos estaban en estado de
abandono y que, de una u otra manera se habían convertido en los mis difuntos desconocidos
amigos.
Entre los nichos que más me llamaban
la atención y los que más visitaba, estaban todos aquellos que tenían más de cincuenta
años de antigüedad y que en sus lápidas se conservaban los apellidos Puccio (en honor
a mi abuela materna a quién no puede conocer y dudo que pueda saber más de ella
de lo que hasta ahora he conseguido saber)
Entre estudio, silencio y
apreciación del arte, fue como conocí la
historia de un marine italiano que había sido enterrado en el Cementerio del
Callao por sus amigos que poco después dejaron definitivamente el puerto para
nunca más volverle a ver (tal y como explicaba en su lápida). Era un homenaje a
un gran hombre y entrañable amigo y
marinero tal y como reconocían a través
las virtudes mencionadas en aquel noble y desconocido señor. Entre la despedida
que su amigos decidieron dejar plasmada en su lápida constaba casi un rezo “el
que siempre estarían juntos, entre el cielo y el mar para recordarlo en cada
puerto en donde anclasen, pues su alma había decidido anclar en tierras
chalacas en un día que hoy ya no recuerdo, del año 1890.
Hoy, tras muchos años de aquellas
lindas experiencias de paz y silencio que me acompañaban en mi formación
académica, un nuevo campo santo me esperaba; esta vez el de Piura,
concretamente el de San Teodoro para reencontrarme con otra Puccio, pero esta
vez era con mi la memoria y el alma de entrañable abuela materna (una de mis
abuelas maternas).
Ya no tuve que buscar más Puccios en lápidas de seres desconocidos
ante quienes alzaba mis oraciones por el descanso de sus almas, esta vez, lo que
hacía era con más ternura y cariño que nunca ya que con gran alegría me sentí
reencontrarme en pleno estado de consciencia con parte de mi historia, de mi
raíz, de mi identidad.
Por fin puedo decir cómo se
escribe su nombre con propiedad: Abscicia Puccio. Falleció un 9 de Noviembre de
1949, dejando 8 tiernos hijos y a un marido (de la Corte Suprema de Piura), que
necesitó de una esposa para rehacer su vida que bien merecida también se la
tenía (por ello, siempre digo tener dos abuelas maternas)
Dejo constancia que este hermoso
regalo de visitar con plenitud de consciencia la tumba de mi abuela ha sido en
compañía de uno de sus hijos: Alfonso Ricardo Castillo Puccio un 30 de Mayo del
2013, como parte de uno de los tantos milagros que este hermoso mes Mariano me
está regalando.
Isabel Gómez