Amo la
piedra en sí, por lo que en ella misma representa.
Si son
grandes rocas, en ellas puedo recrear mi imaginación y poder transportar mi
mente hacia lo que en su día la misma pudo haber sido y del contexto
paisajístico del cual formó parte, así como del entorno que la envolvió.
Si son
piedras antiguas, que forman parte de una civilización y son historia, mi
admiración hacia ellas va dirigida por quienes la trabajaron, la pulieron, las
transportaron, cuidándolas con tanta delicadeza para que se dañaran lo menos
posible tal y como vemos en algunos restos que quedan de algunas antiguas culturas. Seguro que por el camino muchas pudieron
haberse dañado, pero, para construir un gran monumento sólo dejaron las más
resistentes y bellas.
Es
natural que cada piedra tenga su propia textura, forma, tono, color,
resistencia, brillo, composición, y, aunque parezcan iguales, no lo son. Cada
una tiene su propia belleza que la hace especial y la diferencia de las otras
porque la exposición a las circunstancias o realidades de cada una y en los
espacios en donde se han formado le dan
ese toque especial, aquel tallado peculiar.
Así es
la vida de cada ser humano, hecha a pulso, incuestionable, respetable ante los
propios humanos de la misma estirpe y similares características que parezca
tener.
Tan
sólida como una roca y de especial valor, es para mí la amistad, la que,
sometida a la intemperie de los tiempos, sobre vive muchas veces intacta, y,
aunque parezca dañada por alguna vicisitud, siempre queda en ella algo en la
que se deja reconocer.
Una vez
más, gracias.
Gracias
a mis verdaderos amigos.
María
Isabel Gómez Castillo
Fotografías de
María Isabel Gómez Castillo
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